*Capítulo 2: The Stranger
Estaba en la puerta del bus. Un chico. Veintipocos años. Alto y delgado. Tapaba sus misteriosos ojos con unas wayfarer negras. Fruncí el ceño; yo también tenía esas gafas pero en blancas. ¿Quién era él para copiarme? No, no me estaba copiando, simplemente porque no le conocía y porque yo no soy la única con esas gafas. Tengo que dejar de ser tan posesiva/egoísta. En serio.
En fin, el chaval en cuestión avanzó por el autobús hasta llegar al fondo (vamos, donde yo me encontraba), sólo que en la zona derecha y al lado de la ventana. Su pelo era castaño, ondulado y le llegaba casi al cuello. Labios gruesos y nariz redonda. No sé cómo tendría los ojos, pero parecía un tío mono. ¿Un tío mono? Ya la había cagado. Cuando en mi presencia hay algún chico guapo, no puedo dejar de mirarle, soy así.
Llevaba unos pitillo grises con cuadros, botas, y de arriba, una camisa blanca con chaleco beis, además de una palestina del estampado de los pantalones y un sombrero en la cabeza marrón.
El desconocido sacó un portátil, y empezó a hacer lo que quiera que fuese. Parecía estar viendo vídeos. Torció la boca en un gesto de desagrado y se quitó las gafas. No le veía de cerca, pero vi que sus ojos eran pequeños y marrones, perfectos para su aspecto frágil y rostro angelical. Tras volver a mi mente (porque no vi mi cara, que si llego a ver mi cara de empanamiento, habría salido corriendo), me di cuenta de que me estaba mirando; fijamente.
Noté cómo las mejillas se me ruborizaban y aparté la vista rápidamente, de una forma demasiado brusca. Saqué mi mp4 y escuché lo primero que pillé. ¿The Clash? Pues The Clash. Con mi estado de nervios actual no era capaz ni de pasar de canción. Eché una mirada de reojo a ver si había dejado de mirarme. Qué va, ahí seguía, como si estuviera escudriñando algo, como si me estuviera analizando, con cara de ‘me suena’. ¿Es que no iba a dejar de mirarme nunca?
Tras un último vistazo de reojo, dejó de mirarme levantando las cejas, suspirando y sacudiendo la cabeza, como pensando: ‘No, debo de haberme equivocado’.
Si pensaba eso, había acertado; porque yo a él no le había visto en toda mi vida.
‘London calling’ llegaba a su fin cuando la noche teñía Arizona de azul oscuro. En ese mismo momento, el conductor avisó desde el micrófono:
-Pararemos en diez minutos en Tucson, para cenar. Hay una cafetería de carretera con precios asequibles.
‘Bien’, pensé. ‘Me tomaré un bocadillo, un refresco, luego un café y pillaré algún periódico que algún viajero descuidado haya dejado por allí. Supongo que no tardaremos más de una hora, porque todos estamos deseando llegar, y el conductor no creo que se oponga’.
Gasté los últimos diez minutos en apagar el reproductor de música, guardarlo en el bolso, y el resto del tiempo estuve de brazos cruzados mirando el paisaje. El desierto por la noche puede ser muy bonito, nada comparado a los cielos grises de mi ciudad y ruidos industriales. Esto era naturaleza, auténtica, de la que no había conocido hasta ahora.
El autobús frenó y bajamos todos despacio. Los ancianos acababan de despertarse y bajaron muy despacio mientras maldecían por lo bajo.
El chico de las gafas decidió ser el último en bajar; cosa que no me extrañaba, tenía que recoger el ordenador, y demás cosas que tenía por ahí.
Bajé mirándole disimuladamente, pero él ni se inmutó.
‘Bah’ me dije a mí misma.
Ya fuera del autobús noté el aire frío del sórdido desierto norteamericano, cerré los ojos mientras sentía el viento rozar mi rosada piel. Daba una sensación de libertad alucinante.
En el momento en el que un coche pasó por delante de mí a una velocidad arrolladora, casi no hace que pierda mi fina camiseta de tirantes morada. En ese momento comprendí que era hora de irme yendo hacia la cafetería, basta de tonterías.
Me abrigué como pude con la chaqueta vaquera y entré con los demás viajeros (menos el tío de las gafas, que no sé qué jodidas gestiones estaría haciendo ahora para seguir dentro).
La cafetería no parecía de estas típicas de ‘Diner’ que suele haber desperdigadas por las carreteras americanas. Yo pensaba que iba a ser así, pero en cambio, no.
El local estaba muy bien decorado, con tonos azules y negros, que contrastaban con el paisaje desolador del desierto de Arizona. Un toque de frescura. Colores fríos... me encantan los colores fríos.
¡Guau! Nunca habría creído que en una zona como esta hubiera sitios así. No quería irme de este lugar. Nunca. A la mierda Las Vegas, ¿y si había habitaciones? No, vaya chorrada acababa de pensar. Las Vegas son Las Vegas.
Empezó a sonar ‘Under pressure’, de Queen y David Bowie, una canción que me traía recuerdos de todo; de mis amigos, de mis padres, de mi familia, de las veces que viajaba en coche con mis padres y la ponían siempre. Sonreí y pillé un sitio cerca de la ventana. No podía sentirme mejor. Me hice una coleta improvisada y me recogí un mechón largo del flequillo con una horquilla que llevaba siempre en el bolso, no soportaba comer con el pelo en la cara.
La camarera se acercó a mi mesa con una carta. Pedí un té helado y un sándwich con patatas fritas. Luego puede que tomara un helado o una copa, si había ganas.
Mientras esperaba a que llegara la cena, abrí mi libro por donde me había quedado. Ah, sí; página 143 de 280. Cómo me iba a entretener en el viaje...
Sentí una sombra sobre mí. ¿La comida? Imposible, la muchacha acababa de irse.
- Eh... hola, soy Ryan, ¿puedo sentarme aquí? El local está a tope.
... Y a partir de ahí dejó de ser el extraño con las gafas de sol.
lunes, 28 de septiembre de 2009
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